Los saudíes ofrecieron una gran pompa a Donald Trump cuando visitó Riad, su capital, esta semana: aviones de combate F-15 escoltando su avión, jinetes en caballos árabes acompañando su comitiva, almuerzo en un palacio con lámparas de araña del tamaño de coches. Pero la imagen más perdurable provino de una anodina antesala, donde el 14 de mayo estrechó la mano de Ahmed al-Sharaa, presidente de Siria, un exyihadista por cuya cabeza se había ofrecido hace poco una recompensa estadounidense de 10 millones de dólares.
Se esperaba la primera reunión entre presidentes estadounidenses y sirios en 25 años, aunque no se confirmó hasta el último minuto. Pero la tarde anterior trajo una auténtica sorpresa. En un discurso en un foro de inversión, Trump anunció que levantaría las sanciones a Siria, donde Bashar al-Assad, su dictador de larga data, había sido derrocado en diciembre. El público lo ovacionó de pie. “Buena suerte, Siria”, dijo. “Muéstranos algo muy especial”.
El enfoque declarado del viaje de cuatro días de Trump por tres países (que aún estaba en curso al cierre de la edición de The Economist) fue el comercio y la inversión. En Arabia Saudita, firmó un paquete de acuerdos que se dice alcanzaron los 600.000 millones de dólares; Qatar y los Emiratos Árabes Unidos (EAU), sus otras dos paradas, habían preparado sus propios megaacuerdos. Son buenos titulares, incluso si grandes cantidades resultan ser ilusorias.
Arabia Saudita probablemente se toma en serio su compromiso de invertir decenas de miles de millones de dólares en inteligencia artificial, atención médica y deporte, todo lo cual encaja con sus planes de desarrollar nuevas industrias y diversificar su economía petrolera. Puede que esté menos comprometida con un acuerdo de armas valorado en 142.000 millones de dólares, casi el doble de su presupuesto de defensa de 78.000 millones de dólares, especialmente ahora que sus finanzas están bajo presión por los bajos precios del petróleo.
Algunas de esas armas no se venderán en años; otras nunca. No importa: a Trump le encantan los superlativos, y el reino le dio la oportunidad de promocionar la “mayor venta de defensa” de la historia.
De hecho, hasta en los más mínimos detalles, los saudíes demostraron una profunda comprensión de su invitado. Interpretaron dos de los temas favoritos de Trump durante su discurso: subió al escenario con “God Bless the USA” de Lee Greenwood y se marchó caminando a “YMCA”. Muhammad bin Salman, el príncipe heredero, lo llevó a cenar en un carrito de golf. Un McDonald’s móvil estaba aparcado frente al centro de prensa por si algún periodista afín a Trump compartía la obsesión del presidente por la comida rápida.
Trump correspondió a su afecto. Su discurso de casi una hora estuvo repleto de efusivos elogios para el príncipe Muhammad y su padre, el rey Salman (este último fue una curiosa omisión en el programa, lo que generó dudas sobre su salud). Elogió la relación de Estados Unidos con los países del Golfo y habló de una “época dorada” en Oriente Medio.
Fuente: Infobae